Relato escrito por una colaboradora anónima en donde plasma su dura experiencia de aborto en Chile, siendo universitaria y sin recursos económicos. “El aborto no debería ser un privilegio de clase sino un derecho básico garantizado por el estado“.
Por Colaboradora Brava.
Escribir una experiencia personal y de manera pública nunca es fácil. Más aún cuando se trata de un evento traumático que te llevó a cuestionar sobre la vida y la muerte incontables veces, como lo es el aborto. Lo más sorprendente, es que en un abrir y cerrar de ojos, tu vida cambió en 180° y ya no es posible retornar a la normalidad. Para mí, abortar fue eso. Y escribir sobre ello, es un hecho político que es necesario visibilizar.
¿Recuerdan la primera vez que supieron lo que era un aborto? En mi caso, mi primer acercamiento fue a los 10 años con esa conocida propaganda de la Fundación Chile Unido, donde mostraban a una adolescente embarazada de pocas semanas. En el momento que enfocaban su vientre, sonaba la voz del supuesto feto que llevaba dentro de ella, diciendo “me van a matar, me van a matar”. Sólo pensar en el terror que podía sentir esa pobre “guagüita” que iba a ser “asesinada”, me daba escalofríos. Esa propaganda fue tan tétrica que terminó por marcar a varias generaciones de mujeres que nunca se han sacado de la cabeza aquella escena, incluyéndome. Peor aún, se mantuvo en el imaginario del colectivo nacional que eso significaba abortar.
Cuando supe que estaba embarazada lo primero que sentí fue un ahogo que me invadía el cuerpo. La sensación de asfixia no se fue hasta luego de unos meses. La verdad es que ansiaba poder gritarlo a viva voz ya que necesitaba ayuda urgente. Sin embargo, era peligroso hacer eso pues implicaba que el resto me apuntara con el dedo, me denigraran e incluso, me encarcelaran por querer interrumpir lo que crecía dentro de mí.
Así que en ese momento en el que estaba en encerrada en el angosto baño de mi expareja, con el resultado del test en mi mano derecha, supe enseguida, que eso marcaría un antes y un después en mi vida. Al contárselo, nos pusimos a llorar inmediatamente. Él, por temor a que yo pudiera morir si abortaba y yo, porque podía ser el fin de mi vida: adiós a mi relación con mis papás, adiós a mi carrera profesional y experimentar la muerte física y todo lo que ello conlleva.
Luego de unas horas de aquella situación, mientras cruzaba la Plaza Maipú, pensaba hacia mis adentros, que cualquiera fuera mi decisión iba a ser doloroso de todas maneras. Sí o sí tendría que sangrar o parir. Sangrar o parir. Y la verdad es que no me sentía preparada para ninguna de las dos opciones.
Como estudiante universitaria pobre y mantenida por su familia, no tenía dinero para pagar las pastillas. Eso empeoraba la situación en la que me encontraba. “¿De dónde voy a sacar dinero?”, me preguntaba todos los días. Sin embargo, mis amigas, a quienes considero mi salvación en un momento tan oscuro como ese, armaron un fondo entre todas y me depositaron. No sabía cómo agradecérselos, para mí pedirles dinero era caer en el fondo del hoyo que ya estaba. Pero lo necesitaba con urgencia.
Finalmente, con 10 semanas de embarazo, nos reunimos con la mujer que nos iba a entregar el misoprostol, las pastillas que sirven para abortar. Mi amiga Mari, quien me acompañaba esa tarde, sacó su libreta y se puso a anotar todo lo que nos decía esta mujer sobre lo que se debía hacer en el proceso del aborto, las dosis correspondientes, consejos sobre qué comer, pasos a seguir en caso de emergencia, etc. Mientras tanto, asentía con la cabeza repetidas veces, pero no lograba retener ninguna de sus palabras. Sólo sentía como el mundo se me venía encima. Lo único que me calmaba, era ver a Mari y su libreta. Me recordaban que no estaba sola y que tenía alguien en quien apoyarme.
El día del aborto se sintió como un paseo programado con anterioridad. Ya estaba todo planificado: qué ropa debía llevar, la comida con la que iba a alimentarme, medicamentos y un botiquín de emergencia, entre otras cosas. Una amiga muy querida y quien fue mi mayor guía durante todo el proceso -ya que ella había pasado por lo mismo unos meses antes- me prestó su departamento. Ella sabía que yo no le había contado nada a mis papás, por lo que era imposible hacer el procedimiento en mi casa.
En el momento en que ya estábamos instalados en el departamento de mi amiga junto a la Mari y el Pancho (mi expareja), puse a Almendra -banda argentina- y me tomé la primera dosis. Estaba muy nerviosa. Una nunca sabe que va a pasar. Sobre todo, porque en las dos primeras horas no había ningún rastro de sangre. Por unos segundos pensé que no estaba funcionando el procedimiento y que iba a tener que ir al hospital y decir que estaba teniendo un “aborto espontáneo”. “¿Sería descubierta? ¿Me arrestarían?”, me cuestionaba todo el tiempo.
Con Shakira de fondo y una amiga que llegó a verme para darme ánimos, tomé la siguiente dosis a la hora correspondiente. Empezó enseguida un dolor terrible y agudo que se apoderaba de mi vientre y espalda. Eran las contracciones de mi útero que chocaban entre sí. Pasaron varios minutos hasta que sentí un “bajón fuerte de menstruación” y corrí al baño.
Ahí estaba. Era un coágulo más grande y grueso que los normales. Con mis amigas inspeccionamos cual aquelarre el objeto en cuestión. Confirmado: había abortado. Sentí enseguida un alivio que me recorrió de pies a cabeza. Volví a respirar. Sin embargo, no sentí felicidad. El dolor era tan palpitante e invasivo, que era como si te atravesara un cuchillo reiterada veces.
Si soy honesta, creía que todo había acabado ahí, en ese departamento, en ese baño. Ya no iba a ser madre. Era una mujer libre. Sin embargo, lo peor vino después. A pesar de que quería abortar, no podía ver niños ni mujeres embarazadas en las calles, me sentía culpable. Y no porque yo creyera que había cometido un delito o un pecado, sino más bien, todo mi entorno me hacía sentir de esa forma. Desde los comentarios antiaborto en redes sociales, hasta caminar por los pasillos de mi universidad y que todos me miraran con pena.
No podía concentrarme ni levantarme para ir a clases. Acabé congelando el semestre. Al ser hija única, decidí contarles a mis padres la verdad. A pesar de que les pedí que por favor estuvieran calmados, apenas mencioné que había congelado la Universidad, mi padre empezó a gritar. Así que opté por soltar la bomba completa “congelé porque quedé embarazada y aborté”. Empezaron las discusiones, reproches y gritos. “Menos mal abortaste porque le habrías tirado todas tus cargas emocionales a esa guagua”, me dijeron al terminar la discusión. Mi papá se fue y mi mamá optó por ignorarme. Jugaba Candy Crush en el celular para evitar mirarme. No dijo ninguna palabra.
Creo que ese día fue el clímax de mi depresión. Sólo quería desaparecer. Morir. Mis padres se enojaron conmigo, no veía a mis amigas ya que dejé de ir a la universidad, cada vez necesitaba más contención por parte de mi expareja pues sentía que él continuaba con su vida, ya que para él todo había acabado en el momento en que expulsé la mórula. Para mí, al contrario, seguía más vigente y punzante que nunca este suceso. Sobre todo, porque no dejaba de sangrar Él no supo bien que decirme y terminé sacándole de su boca que ya no quería más estar conmigo. Me fui llorando del metro a mi casa. De ahí en adelante empecé a tratar de estar y reconciliarme conmigo.
Después de un aborto es normal sangrar hasta 20 días después de haberlo hecho. Al menos eso te lo explican cuando te dan las pastillas. Yo sangré durante un mes y medio -me dio anemia-. Por lo que cada vez que iba al baño recordaba que había abortado. No podía dejar de sentirme culpable. Las primeras semanas fueron difíciles. Pero acabé componiendo canciones respecto a la vivencia de tener que abortar en un país como Chile y sentí que logré descargar la rabia que llevaba contenida en mí garganta. También ayudé a otras chiquillas a abortar y eso me dio ánimos. No estaba sola. Todas abortamos por distintos motivos.
Además, asistí a una charla de cuidados postaborto. Intenté nutrirme de las mujeres que contaban sus experiencias. Escucharlas me abrió los ojos y me di cuenta que durante mucho tiempo me culpaba por absolutamente todo: por haber quedado embarazada, por haber abortado, por haber dudado en algún momento de abortar, por mentirle a mi familia, por haber congelado, por haberme perdido la posibilidad de ser madre y por demorarme tanto en superarlo.
El aborto es un proceso físico y psicológico. No sé cómo pretendía estar bien como si nada hubiera ocurrido si el aborto te atraviesa por completo. En esta charla había mujeres que abortaron hace 5, 10, 15 años y aun así sentían la necesidad de conversar con otras mujeres sobre sus vivencias. “¿Cómo es posible que yo lleve recién un mes y crea que soy exagerada por no poder estar de vuelta en la universidad y ser productiva?”, pensé enseguida.
Con esto puedo concluir que el ritmo de nuestros cuerpos no es el mismo que el del capitalismo, por lo que no deberíamos culparnos por las cosas que nos toca vivir como mujeres, junto a nuestros ciclos y procesos. El patriarcado es tan duro que te va a atacar por todos lados. Desde aguantar las críticas que te lanzan las personas de tu alrededor, el cuestionamiento de tus decisiones hasta convivir con la injusticia biológica de que tu pololo no tenga la misma vivencia que tú respecto a algo que es responsabilidad de ambos.
A pesar de que mi aborto fue “privilegiado”, considerando que tenía información y amigas como apoyo, todavía llevo conmigo cargas emocionales que con el tiempo he ido sanando. Pensar que muchísimas mujeres ahí afuera son estafadas, denunciadas por su propia familia, mujeres que mueren por procedimientos riesgosos, mujeres que son violadas y que ni siquiera pueden acceder a la causal de violación porque las ponen en duda o sienten temor a que su agresor se acriminen contra ellas, me llena de rabia. El aborto no debería ser un privilegio de clase sino un derecho básico garantizado por el estado.
Si algo he aprendido tras mi aborto, es que es necesario crear redes de apoyo entre mujeres. Y si tú estás pasando por esta situación actualmente, quiero que sepas que la única prioridad eres tú, nadie más. No dudes en escribirle a agrupaciones feministas, amigas, conocidas que sepas que no van a juzgarte, incluso, al equipo de esta maravillosa revista. Si a mí algo me salvó fue la colectividad entre mujeres y el feminismo, de no ser por todas nuestras antecesoras, yo estaría muerta porque habría abortado de manera insegura o habría saltado de un edificio de pura desesperación de tanto abandono y clandestinidad.
Así que, por favor, quiérete. Eres maravillosa, tu cuerpo no es territorio de conquista, es tuyo. Luchemos juntas para que ninguna mujer muera por abortar en clandestinidad. El aborto debe ser libre, gratuito e igualitario.